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A.M.P.

La bella dormida

Las banderas ondeaban victoria cuando salió de su abarrotado palacio. Una multitud en pleno fervor etílico aclamaba al príncipe Vlad, que se dirigía a una batalla épica con el dragón del castillo de Narcolepsia. Habían estado tres días y tres noches celebrando la partida del heredero al trono, que iba a encontrar por fin una mujer digna para la corte. Atrás quedaban esas lascivas señoritas que tanto placer supieron arrancarle en esas largas noches de solterío. Todo el pueblo, nublado de vino y aguardiente, parecía dispuesto a olvidar las últimas escaramuzas del príncipe Vlad y hasta las últimas subidas de impuestos. Mostrando un nuevo hálito de su tan relamido vasallaje extendían sus estandartes al ritmo de las trompetas reales.  El príncipe Vlad partía solo –como suelen hacer los tipos duros en los cuentos–, con un caballo por montura y la cabeza llena de pájaros. Llevaba ya unos días con un nudo en el estómago. Por fin conocería a la mujer de su vida, esa princesa inmaculada de azul latir que le esperaba desde lustros atrás durmiendo en la alcoba de la torre más alta de la lúgubre fortaleza de Narcolepsia, custodiada por un malvado dragón negro. Una mujer –dicho sea de paso– que le daría hijos legítimos, de una sangre más pura y una casta más noble que todos esos bastardos con los que le atormentaban día tras día sus rameras.  Se decía que Penélope, su princesa, tenía los cabellos con aromas afrutados, un pálido cutis sin cicatrices y el aspecto de una muchacha veinteañera con clase, con vestidos caros y las manos frágiles que da Nuestro Señor a los seres ociosos. Para Vlad era más que suficiente. En realidad cualquiera le valía, con tal de legitimar su ascenso al trono y hacer borrón y cuenta nueva sobre sus amoríos de cara a la opinión pública. Demasiados eran los rumores que habían atravesado los gruesos muros de su palacio... Y si encima la muchacha era guapa y virtuosa, más no se podía pedir. Además el dragón, al contrario de lo que el populacho creía, era poco más que un lagarto. Según sus informadores, nada debía temer de esa bestia inofensiva. Y el príncipe, como todo gobernante que se precie, había aprendido esgrima y artes de combate de los mejores maestros. No podía fallar, no se lo podía permitir. La felicidad bailaba distraída en la palma de su mano, y sólo le quedaba cerrar el puño con fuerza para que no se le escapase.  El castillo quedaba lejos de sus dominios, pero también eso se había tenido en cuenta. Sus siervos le habían preparado una modesta cabaña para cada noche que tuviera que pasar fuera de palacio. Allí, un cocinero, una ama de llaves y una meretriz velaban cada noche para que su estancia fuera lo más confortable posible. Él era un noble de verdad y no iba a rebajarse a dormir en el suelo al lado de su caballo, como los buenos guiones exigen. Y desde luego nunca se le habría pasado por la cabeza entrar a una cocina con la intención de manufactuar alimentos. Eso lo dejaba para los héroes plebeyos de segunda como Robin Hood o Guillermo Tell.  Así transcurrió una semana en el más modesto de los lujos, hasta que vislumbró la torre del castillo de Narcolepsia. El príncipe sintió un enorme placer cuando se supo cerca de su objetivo y esa noche, la última antes de ver a su amada Penélope, no pudo dormir. Le costó comer, e inclusó le representó un esfuerzo satisfacer sus instintos con esa joven e inexperta meretriz. Pero no podía llegar en malas condiciones a su cita con el destino...  A la mañana siguiente el príncipe alcanzó Narcolepsia. Sus piernas temblaban y su rostro estaba pálido por el miedo y la emoción. Era plenamente consciente de que su futuro se decidiría ese día, y notaba un cierto vértigo por el peso de las circunstancias. Pero se sentía fuerte. Así que se acercó en a la fortaleza en silencio, precabido, para ver como andaban las cosas por allí. Grande fue su sorpresa cuando encontró al dragón  tumbado ante la entrada de unas puertas abiertas de par a par. Se trataba de un reptil grande, más o menos como un cocodrilo, con escamas negras y una especie de corona de púas en la cabeza que le daba un cierto aire de nobleza.  Vlad se agazapó y andando sigilosamente se acercó a su presa. Cuando le tuvo cerca, se percató de que tenía los ojos cerrados y no se movía. Fue cubriendo, pasito a pasito, el camino que le separaba de su enemigo, hasta colocarse justo por encima suyo. Entonces desenvainó ágilmente su espada y la clavó de una sola estocada en el corazón de la bestia. Un breve aullido anunció su muerte, y un río de sangre oscura como el Infierno brotó de la herida y manchó las puertas de Narcolepsia.   El príncipe suspiró de victoria, sorprendido ante el repentino e inesperado éxito de su misión, y entró en el palacio vociferando el nombre de su futura amada. Pero nadie respondió a su llamada. Corrió habitación tras habitación, hasta que encontró una escalera de caracol que llevaba a la parte superior de la torre más alta del castillo. Subió de dos en dos los peldaños, hasta que llegó al último piso. Allí vislumbró una puerta dorada con la enseña de la corona de Narcolepsia. Se notaba que los reyes habían cuidado con esmero todos los detalles para que el despertar de su hija fuera lo más confortable posible. El príncipe Vlad ni siquiera reparaba en esos detalles. Estaba demasiado concentrado en su propio regocijo, y entró corriendo a los aposentos empujado por el destino.  La estancia estaba ornamentada fastuosamente, con todo el lujo y exquisitez que una aristocracia en declive se esfuerza en demostrar. En el centro vio una enorme cama. Una enorme cama vacía. Dio unas cuantas vueltas y luego recorrió la habitación gritando nuevamente el nombre de su amada, pero el silencio parecía mofarse de él. Entró en el lavabo, en el tocador y hasta abrió los armarios y los cajones de la mesita de noche. No entendía nada. La princesa tenía que estar allí. Así lo había previsto y así tenía que ser. ¿Qué había fallado? Sus informadores recibirían un buen escarmiento. Esto no iba a quedar así. Se tumbó un momento en la cama y debajo de una almohada encontró una nota con el sello de la familia real. Vlad leyó el escrito, se acurrucó en la cama y lloró.   

“Me cansé de esperar. Vida no hay más que una.” Penélope. 

Ajena a la escena, en la puerta del palacio, una enorme bestia negra de grandes alas y fuego en los colmillos lloraba la muerte del más joven de sus vástagos. La venganza no siempre es un plato que se sirva frío. 

Enviado por Lilith, La Luna Negra.

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