Un cuento para Jan
Esto era una vez un joven león que había sido desterrado de su manada por desarrollar una excéntrica afición, jugaba al billar con los huesos de las cebras que devoraba. Este león, cuando estaba contento, sorprendido o intrigado por algo, siempre exclamaba:
-¡Caramba, carambolas!, estirando la ese de la segunda palabra.
Primero mordía, después masticaba y por último chupaba y relamía las vértebras de sus víctimas para dejarlas completamente limpias, con ese color mate del hueso sin la carne. Lo único que impedía a aquellas vértebras rodar como naranjas en una ladera eran tres salientes puntiagudos que el león había aprendido a machacar con las piedras. Desde ese momento, todo era diversión y parloteo. El león se había hecho varios palos con los que golpear aquellos huesos cilíndricos y organizaba partidas interminables contra si mismo cuando el sol empezaba a esconderse en la selva. Él mismo retransmitía los partidos a una audiencia inexistente. La única expectación que despertaban aquellas competiciones eran las miradas aburridas de una pequeña niña que vivía a decenas de metros del león. Una niña chiquitita, chiquitita cuya única posesión era un edredón echo de hojas y raíces que ella sola había aprendido a anudar con sus pequeñas manos a base de paciencia y de unas cuantas heridas en la piel cuando intentaba apretar con demasiada fuerza los vegetales. Ninguno de los dos hablaba con el otro pero ambos toleraban su mutua presencia. Uno por que soñaba con acercarse a aquella niña pequeñita para probar a darle un bocado algún día y la otra, por que a pesar de las actitudes egocéntricas del león, él era su única compañía y en el fondo le divertía verle perder en sus partidas de billar interminables. Se había acostumbrado a oírle decir extrañado, rascándose la cabeza con una de sus garras después de golpear una vértebra que no realizaba el giro deseado: - ¡Caramba, carambolas!.
El único problema de su distante convivencia venía con la oscuridad de la noche. Él, incapaz de resistir la cercanía del olor de ella, se aproximaba sigilosamente y pasaba horas merodeando a su alrededor al tiempo que de tanto en tanto, gruñía amenazante sin encontrar el valor suficiente para atacar. Le producía cierta angustia pensar que ella no estaría viva para mirar distraída sus partidas al día siguiente. Ella, aterrada, se escondía debajo del enorme edredón botánico y encogida debajo de este, solo lograba conciliar el sueño cuando empezaba a clarear el alba.
Una noche la niña ya no pudo más, tenía las manos llenas de heridas, en su afán por tejer un edredón cada vez más grande que disimulara la forma de su cuerpo en la oscuridad se había esforzado con demasiado ahínco intentando doblar unas ramas que resultaron espinosas y lacerantes. Oscurecía cuando se disponía a encontrar la postura más cómoda para acurrucarse y vio que el león comenzaba a acercarse dando pequeños rodeos, sin pensárselo dos veces le espetó:
- Oye tú, cobardica, ya está bien de estar ahí toda la noche dando la lata.
El león se paró en seco sobre sus patas y con un gruñido desafinado (le había pillado por sorpresa) contestó:
-¿Te diriges a mí?,
- Claro, ¿a quién va a ser listillo?- respondió ella - Estoy harta de que no me dejes dormir así que voy a ir al grano, he pensado que hoy podíamos hacer un trato, yo te doy mi edredón si tú me dejas en paz una noche.
El león no supo que decir. No esperaba que ella se atreviera a hablarle y menos aun que le hiciera una oferta semejante. Pareció cavilar durante unos segundos. Calculó la distancia que los separaba y se dijo que quizás, si dormía con el edredón de ella, podría deleitarse con su olor antes de hacerla suya más tarde. Y así, sin pensarlo demasiado, accedió al intercambio.
- Grrrr, de acuerdo- dijo- pero tú haces la guardia.
“Este en realidad está cagado de miedo”- pensó ella, al tiempo que sopesaba la contraoferta - vale… - confirmó – no quiero oír ni un gruñido. Y a continuación se alejó del edredón haciéndose a un lado. Entonces, el león, tímidamente pero dándose aires de fiera indomable se acercó al tapiz vegetal, lo olfateó y consiguió meterse debajo al tiempo que se estiraba desperezándose.
- ¡Caramba, carambolas!- se dijo a si mismo sorprendido al comprobar la suavidad de las ramas – Estoy agotado…- Las semifinales estaban a la vuelta de la esquina y era extenuante llevar todo el peso de la competición sobre su lomo. Tardó aproximadamente un minuto en quedarse profundamente dormido. La niña lo miró divertida y se tumbo boca arriba con las manos debajo de la cabeza a una prudente distancia. El cielo, cuajado de estrellas diminutas se le antojó por una vez mucho más hermoso que aquella amalgama de hojas, raíces y ramas.
-¡Por fin!- pensó – No sé cómo no se me ha ocurrido antes… – mañana le aplaudo cuando gane alguna partida, este lo único que necesita es una fan que le idolatre. Además, es gracioso - reflexionó- no parece nada amenazante cuando duerme – y se giró sobre su costado para contemplarle dormido bajo un cielo hilvanado de pequeñas luces. Después de agarrar uno de los palos de billar para tenerlo cerca por si acaso se durmió alegre, pensando que quizás podrían ser verdaderos amigos.
- ¡Caramba, carambolas! – se atrevió a decir imitando al león antes de cerrar los ojos – Estoy agotada... Y se durmió con una pequeña sonrisa en los labios. Tan pequeña, tan pequeña como su cuerpo diminuto.
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