Sartenazos
Me vi revisando todo lo que había hecho minutos antes, volviendo sobre mis pasos y descubriendo que había dejado notas con la hora exacta en la que había estado allí mismo.
Al asomarme a la cabina del camión -un camión de los 60, bajito y antiguo, aunque bien conservado- vi que había un policía junto a la puerta del conductor. No me hizo mucho caso y siguió tomando notas, pero sabía que me había visto perfectamente. Fue entonces cuando sentí la llamada de la responsabilidad. Me invadió una calma extraña y, a pesar de lo que eso suponía, decidí entregarme. Me dirigí al policía y le dije:
-Todo esto lo he hecho yo.
-Ya lo sabemos. No te preocupes. Ahora te interrogará mi compañera.
Me quedé de piedra. ¿Cómo puede ser que no hayan hecho nada para capturarme? Podría haberme escapado. O podría haber ido retirando notas, pruebas fundamentales para inculparme.
La agente era muy bella. Su pelo castaño no pegaba demasiado con el azul cielo del uniforme. Pero cuando entré en la furgoneta y nos sentamos, estaba tranquilo. Tenía la certeza de que iba a escucharme la chica castaña de mirada serena. No la agente de policía.
Me sorprendió, supongo que por ser la primera vez que entraba en una furgoneta así, que hubiera tanta luz. Luz natural, quiero decir. Era precioso.
Sus labios, diseñados con tiralíneas, se despegaron para preguntar qué había pasado. Y entonces, durante unos minutos, dejé de verla porque cerré los ojos.
-No recuerdo muy bien quién llegó antes. Éramos tres y empezamos a jugar un partido “dos contra uno” en el campo de tierra que hay ahí. Carlos Moyá, que iba conmigo, empezó sacando.
Yo era el que peor jugaba de los tres, pero al principio no se notaba demasiado. Porque somos iguales, al principio. Es con el paso del tiempo que nos vamos separando.
En fin, no recuerdo quién ganó el primer juego. Diría que nosotros porque Carlos estaba muy contento. Es un tío muy cachondo y ahora que ha descubierto que en la vida lo más importante es pasarlo bien, triunfes más o triunfes menos, jugar con él es como sentarte a ver el mar.
El segundo juego lo ganó el otro chico. No me acuerdo de su nombre pero debe de estar por aquí cerca. No ha pasado tanto rato desde entonces. Sí recuerdo que quedó cuarto en el último campeonato de España. Debía de tener mi edad, más o menos.
Cuando me tocó sacar a mí, quise golpear la bola con todas mis fuerzas. Hubo un tiempo en que mi saque era puro veneno. Desarrollé un estilo muy peculiar y, mediante un ritual, conseguía concentrar toda mi rabia. Pero cuando lancé la pelota al aire y apreté fuerte la mano para alzar el brazo... ¡Joder! ¡Pesaba mucho! Así fue como me di cuenta de que en la mano no tenía una raqueta, sino una sartén de hierro. ¡Y de las grandes! De esas que son hondas y van tan bien para hacer tortilla de patatas... De ésas gordas.
Carlos Moyá, intrigado ante mi gesto de incredulidad, se acercó y empezó a partirse el culo y a gritar como un loco. ¡Nunca me había pasado nada tan divertido!
Pero las risas duraron poco, por desgracia. Un Daewoo Matiz amarillo y otro coche, también pequeñito pero descapotable, de mucho mucho lujo y de una marca que no había visto en mi vida, por razones de exclusividad, supongo, se acercaron a la pista y empezaron a dar vueltas por ahí. Al no conducirlos nadie se convirtieron en el centro de atención. ¿Cómo puede ser que la gente siga distrayéndose con los trucos del Conche Fantástico?
Carlos Moyá puso cara de fastidio. Sabía perfectamente de quién se trataba y, de hecho, cuando lo nombró, también yo supe a quién se refería pero he olvidado su nombre por completo.
Seguimos jugando un rato. Nos lo estábamos pasando bien así que el asunto de los coches quedó en segundo plano. Pero cuando vi al descapotable acorralando a mi abuela, que estaba por ahí con un par de amigas, me puse a correr hacia él con la sartén en la mano. ¡La estaba acorralando entre la caja del camión y un carrito de golf! Tan concentrado estaba el coche en lo que estaba haciendo, que no me vio llegar. Pero yo, a medida que me acercaba, desataba más y más rabia. Hasta que llegué y, de una salto, me subí al capó.
Empecé a golpear la luna delantera a sartenazos. No se rompía porque estos cristales están hechos para resistir impactos de hasta 200 kilómetros por hora. Pero aún sin romperse, con alguna que otra marca, eso sí, el coche reaccionó y fue reculando poco a poco, dejando a mi abuela en paz.
Lo que pasa es que yo estaba ya muy cabreado y sentí que tenía que continuar, así que coloqué una chaqueta tejana encima de la chapa, para traspasarla fácilmente sin andarme con compasiones, y empecé a darle sartenazos. Me hubiera dado igual un palo de golf o un hacha, la verdad.
Llegado este punto del relato, empecé a llorar desconsoladamente. Al abrir los ojos la vi enseguida. Me estaba escuchando inmóvil, muy concentrada y sorprendida. Pero comprendió inmediatamente que necesitaba un abrazo. Y así fue. Precioso. Mojé su blusa con mis lágrimas y le dije que lo sentía.
-No te preocupes, respondió. Sigue contando. Estoy aquí para ayudarte.
-Mi rabia acabó por traspasar la chapa y empecé a distinguir astillas de aluminio. En cuestión de segundos tomé conciencia de lo que estaba haciendo, y decidí dejarlo. Soy muy racional, nunca habría hecho algo así. Pero aquel maldito coche removió mis sentimientos más profundos...
No recuerdo nada más. Debo de padecer una amnesia traumática, o algo así. Sí tengo, en cambio, la sensación de haber matado a alguien brutalmente. No puedo sacármela de la cabeza. Y con la chica castaña mirándome de esa forma, no sabía cómo sentirme. De hecho no sabía con quién estaba realmente. No sabía qué pensar...
-¿Cuántos años pueden caerme?
enviado por Carlos G. Cano
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